
Tenía
las manos cansadas de tanto trabajar. Había estado todo el día en
la herrería, forjando armaduras, dando forma a espadas y creando
escudos que jamás le dejarían utilizar por ser un simple herrero.
Estaba harto, y tras terminar había huido al bosque en una de
aquellas escapadas que solía hacer a menudo.
Llevaría
caminando a menos una hora, cuando el claro sonido de unas campanas
ligeras como plumas restalló en sus oídos. ¿Qué era aquello...?
Esquivó ramaje y hiedras, saltando con cuidado para intentar no
llamar la atención, y cuando vio movimiento se ocultó tras un
frondoso arbusto de frutos rojos, que bien sabía no eran
comestibles.
Y
allí, les vio.
Una
gran fila de seres ataviados con las capas más brillantes que jamás
habían visto sus ojos. Eran altos, más que la media de los hombres,
llevaban todos cabellos largos y perfectamente ordenados, algunos
portaban diademas con mil decoraciones distintas, otros blandían
blasones en sus manos con figuras animales, y las trenzas decoraban
el cabello de muchos de ellos, de formas nobles y altaneras, siempre
gráciles. Pudo ver que ni uno de esos seres, era feo. Eran las
criaturas más hermosas que jamás había visto, no solo porque
fuesen bellos, sino por la tranquilidad que emanaban a su alrededor.
Las campanas que había escuchado las llevaba uno de aquellos seres
en las manos, y las hacía repicar continuamente con suavidad, no
estaba seguro de para qué.
- Elfos... -
Susurró cuando al fin se dio cuenta de lo que eran.
Sus
orejas en forma de pico les delataban. Jamás había visto un solo
elfo, pues eran de muy al norte, y no se aventuraban a lugares tan
alejados de su hogar. Habían llegado hasta su ciudad rumores de la
partida de los Elfos hacia tierras sureñas por algún peligro que se
cernía sobre ellos, pero hasta entonces... No se lo había creído.
Es más, le había costado creer que existían hasta ese
día.
Esperó
pacientemente a que pasasen de largo, y cuando al fin lo hicieron
salió de su escondite, admirando la estela de paz que habían dejado
a su paso. La hierba que habían pisado, ni siquiera estaba doblada
bajo su peso, y los pájaros habían seguido cantando aún cuando
estuvieron bajo ellos. Parecían tan parte del bosque como el viento
o la corteza de los árboles.
Jamás
olvidaría aquella escena, y le costó apartar la mirada del lugar
por el que habían desaparecido, para al fin volver a su mentalidad
común, y continuar con su caminar.
Anduvo
pensativo largo rato mientras divagaba entre los robles y los pinos,
camino de aquella pequeña cascada que tanto adoraba, replanteándose
cómo contarle aquello a su maestre, pues estaba seguro de que en un
millón de años le creería. Ni tampoco sus amigos lo harían. Y,
cuando al fin llegó, una figura le detuvo en seco al encontrarla
metida hasta la cintura en el agua, desnuda. Una mujer.
Quiso
apartar la mirada, pero no pudo. También quiso carraspear, moverse,
hacer cualquier atisbo de movimiento que le dijese a aquella chica
que él estaba allí. Pero no consiguió nada.
Estaba
de espaldas, y lo único que de ella veía era su espalda desnuda con
su cabello castaño oscuro caer en finas ondas ordenadas cuales
enredaderas, libres hasta su cintura. El agua delimitaba lo que podía
llegar a ver de sus
caderas,
deteniéndose justo donde comenzaba a
formarse su
trasero. Tal vez suspiró con fuerza ante aquella visión, o puede
que consiguiese mover un pie... Pero algo alertó a la joven, que se
giró sobre su hombro para mirarle.
Sus
grandes ojos avellana, que casi brillaban en una mezcla de verde y
amarillo más brillante que el sol, se clavaron en él con paz pero a
la vez con fiereza. Poco a poco, la mujer se giró sobre sí misma y
le hizo frente, sin el más mínimo pudor por querer taparse el
cuerpo desnudo. Él apartó la mirada, azorado, cuando se dio cuenta
de que no estaba viendo a una mujer cualquier desnuda, sino a una
mujer elfa.
- ¿Os
molesta? - Susurró ella, como un cantar de mil jilgueros
arrullantes, refiriéndose a su destape.
Él
se fijó en que el agua ni siquiera se movía cuando ella estaba
dentro. Era como si fuese parte del mismo pequeño manantial. Lo
habría creído si la hubiese visto flotar sobre el agua.
La
elfa caminó hacia el borde y salió poco a poco del agua, recogiendo
entre sus manos su suave vestido blanco de seda, que se colocó como
si hubiese sido creado a medida con cada poro de su piel. Él apartó
una vez más la mirada, pues le parecía indigno verla de aquel modo,
pero no se movió del lugar. Sus pies no lo permitían.
- Sois...
Una mujer elfa. - Susurró sin poder contenerse una vez se hubo
vestido, alzando de nuevo la mirada hasta ella. Una suave carcajada
inundó el lugar, tan ligera como las campanadas que antes había
escuchado. Le reconfortó por dentro. - Mis disculpas si la he
ofendido...
- No
lo habéis hecho. - Repuso ella mientras se giraba para tenerle
de frente.
De
nuevo, se quedó prendado. Jamás había visto algo así. Era grácil
en todos sus movimientos, magnífica como un atardecer en verano y
fresca como una brisa de primavera. Casi pudo verse reflejado en sus
ojos, atónito como estaba, mientras ella de un par de pasos se
acercaba a su rostro.
- Los...
Los suyos... Les vi dirigirse hacia el sur no hará ni diez minutos,
mi señora. En esa dirección. - Señaló con el dedo, nervioso,
sin poder sostenerle la mirada y clavándola en algún punto de su
vientre.
- No
es con ellos con quien iré ésta noche. - Susurró ella
mientras acortaba más aún las distancias. - No ésta
noche...
Él
alzó los ojos para encontrarse con los suyos, que ya no le
observaban. La elfa estaba cabizbaja, tal vez preocupada o... Triste.
La idea de que estuviese apenada, le clavó una daga en el
corazón.
- Mi
señora, ¿Ocurre algo? - Preguntó con el estómago
cerrado.
-Ivy. -
Dijo ella únicamente. - No "mi señora".
Ivy.
-Ivy... -
Contestó él al cabo de un rato. - ¿Qué os aflige...?
Como
toda respuesta, ella alzó una de sus suaves manos y la depositó
sobre su mejilla. El contacto hizo que se estremeciese tanto, que
tuvo que hacer un esfuerzo por no cerrar los ojos y dejarse llevar
por aquella sensación tan extravagante. Los ojos de ella se clavaron
como pozos de luz en los de él, y viajaron a rincones de su mente
que ni siquiera era capaz de imaginar. ¿Qué estaba...?
- Joven,
muy joven... Has visto tan poco, pero a la vez conoces tanto... -
Susurró la elfa mientras le sostenía entre sus dedos. - No
tienes una mala vida, pero no por ello es fácil. Posees un gran
talento, tu corazón pide a gritos que le dejes actuar, pero tu
cabeza se impone... ¿Por qué no dejarlo salir?
Él
no fue capaz de hacer o decir nada ¿Qué era aquello? Podía ver
claramente cómo los ojos de la elfa estaban comenzando a variar, a
cambiar de color, a cada segundo que sucedía mientras decía todo
aquello brillaban más y más. Se distinguía perfectamente una luz
en el interior de su pupila, blanca y lúcida, que casi parecía
tener vida propia.
- Eres
puro... - Susurró una vez más mientras ahora colocaba la otra
mano en la mejilla contraria a la que ya tenía ocupada. - Eres
fuego, valor, fuerza... Lucharías hasta el estertor de la muerte.
Estás lleno de amor... - Apartó la mirada unos segundos, casi
pareciendo cansada. - Perdonadme, tantas emociones, no estoy
acostumbrada...
Se
llevó una mano a la frente y sintió cómo casi se podría desmayar,
y él sin pensarlo se acercó a ella y la sujetó entre sus brazos,
aferrándole la cintura entre sus dedos. Volvió a mirarle a los
ojos, y pudo hundirse en ellos una vez más, mientras ella sonreía
de nuevo con dulzura, tan cálida...
- Los
hombres sois extraordinarios... ¿Cómo podría abandonaros a vuestra
suerte...? - Dijo entre dientes melódica.
- ¿Abandonarnos,
mi señ... Ivy? -
Corrigió rápidamente, sin soltarla, algo extrañado.
- Los
míos parten al sur, más allá de la costa, dejan éstas tierras.
Vuelven a casa. - Poco a poco se apartó de él, y le dio la
espalda, dirigiendo la mirada hacia más allá de los robles, por
donde sabía su familia había partido. - Yo no puedo ir con
ellos. No quiero...
Fue
entonces él consciente de algo, como si fuese ayer, recordó las
canciones que en el pueblo se contaban sobre aquella princesa elfa
que amaba a los hombres. Aquella mujer cuyo destino, sin duda, no
podía ser nada agraciado, pues ningún elfo podía amar a un humano
y salir bien parado. No fue capaz de recordar el nombre de la elfa de
aquella canción, pero de haber podido, la habría comparado con
ella.
- ¿Y
vos os quedáis...? - Preguntó él mientras caminaba hacia
ella, con cuidado. Con respeto. - Puedo preguntar... ¿Por
qué?
Despacio,
Ivy
se giró y le miró a los ojos, con los suyos humedecidos sin poder
evitarlo. Se mordía el labio inferior, pero la gracilidad de sus
gestos no era humana, y podría haberse enmarcado en cualquier
cuadro, que no habría sido más bello que aquella visión.
- Por
amor. El amor es capaz de mover montañas, alzar murallas y detener
el paso del tiempo. El amor es tan difícil de explicar, Jared... -
Susurró ella mientras, de nuevo, dirigía su mano hasta su
mejilla.
Él
se sorprendió tanto que perdió el hilo de sus pensamientos. Se
quedó atónito, quedando su rostro un poco por encima del de ella,
pues aún para ser hombre era ligeramente más alto que la elfa, y
entrecerró los ojos, pensativo.
- ¿Cómo
sabéis mi...? - Preguntó, impresionado.
- Porque
es por ti... - Susurró la elfa mientras sonreía ladeando un
poco el rostro y daba un paso al frente, pegando su mano libre a su
pecho, queriendo notar su pulso. - Por ti no me iré al sur.
Nunca te abandonaré, fuego de mi corazón, nunca... Quiero ser la
luz de tus días...
Él
no podía reaccionar, no era capaz de moverse, de pensar, casi de
respirar. Y con una sutileza magistral, Ivy
se adelantó aún más, y depositó sus labios sobre los de Jared,
que permanecían abiertos por el asombro.
La
sensación cálida pero explosiva de su piel contra él le hizo
estremecer, una vez más, a su lado. Pudo ver cómo ella, tan frágil
como parecía pero tan imperecedera, cerraba los ojos ante el placer
que aquello le ocasionaba y movía los labios contra los suyos, en un
sinfín de emociones que le hicieron perderse en el momento. Y la
imitó, sin saber bien por qué, pero notando el corazón en la
garganta. La sostuvo entre sus brazos, dándose incluso el lujo de
sostenerla por la cintura y atraerla más hacia él, dispuesto a
mantener aquella unión para siempre si era necesario. Algo le ataba
a aquella mujer elfa de tal modo que no podía ser capaz de
explicarlo con palabras. Solo era capaz de asegurar una cosa, tal
como ella había dicho: Nunca la abandonaría.
Una
lágrima bajó por el rostro de Ivy,
silenciosa, que sólo el bosque fue capaz de escuchar. Y al tocar la
hierba bajo sus pies desnudos, de la gota nació un suave brote, que
algún día crecería y se convertiría en el mayor lirio que se
hubiese visto en todo el sur de aquellas tierras.
…
Las
filas se alzaban nobles, decididas, preparadas para lo peor y para lo
mejor. Caballos y jinetes adornaban cada metro cuadrado de aquella
inmensa pradera, que a aquella edad ya había sido testigo de cuatro
grandes batallas que habían decidido el destino de todo su mundo. Y
aquella, sería la que decidiría el destino de los hombres.
Las
los jinetes, los arqueros. Tras ellos, los caballeros. Todos
ordenados en una simetría perfecta, pero a la vez completamente
irregular, tan increíbles como eran siempre los humanos, perfectos
en sus imperfecciones tan notables.
A
su frente, y ante todos, dos figuras destacaban del resto,
encabezando la marcha.
A
la derecha, una mujer elfa, cuya armadura de plata relucía por
encima de todas las demás. Su espada, anclada en su cintura, tenía
una empuñadura tan nívea que parecía cristalina. Sus cabellos
estaban sueltos, como siempre, diferencia que solo ella portaba pues
jamás un elfo los llevaría así de descuidados. Era un honor que
hacía hacia los hombres por los que luchaba. Un arco adornaba su
espalda, con las formas más perfectas que el ojo humano hubiese
visto. “La dama blanca” la llamaban algunos, o “El corazón de
los hombres”. Desde hacía un tiempo, también se había convertido
en “La última elfa” pues se había ganado el apodo a pulso, al
ser éste verdad. “La vidente” susurraban a sus espaldas, pues
pocos sabían el don que ella tenía dentro de sí, pero los que lo
hacían o lo habían presenciado, no lo olvidarían. Iveoon
Sujallë.
Ella
prefería ser llama simplemente Ivy.
Y
a su izquierda, un hombre. De gesto serio y decidido, concentrado, y
mirada de puro fuego, se alzaba sobre su montura sosteniendo su basta
espada en alto, forjada por él mismo, que jamás había sido
derrotada por mano ajena alguna. Su armadura, también algo más
bruta que la de su compañera en armas, había sido creada por sus
manos. Su pelo se arremolinaba en su rostro, en la parte frontal de
éste creaba pequeñas ondas sobre su frente que se movían gráciles
al viento, de color castaño claro. Sus ojos profundos se clavaban en
todo aquel que estuviese delante suyo, mientras cabalgaba de un lado
a otro, gritando palabras de valentía a sus compañeros. “El
herrero valiente” solían llamarle, allá en su tierra. “El rey
de hierro” gritaban otros entre las distintas ciudades de poniente
o “El fuego” simplemente, otorgado por sus enemigos. Jared
Edmund Othàin. Y
al igual que ella, él prefería ser llamado solamente
Jared.
Cuando
terminó de animar a los hombres, se giró sobre su montura y cabalgó
hacia Ivy,
escrutándola con la mirada. Una sombra inmensa se cernía en el
horizonte, y antes de poder darse siquiera cuenta, pudieron comprobar
cómo el enemigo se acercaba a una velocidad de vértigo. Hombres
como ellos, todos armados hasta los dientes, pocas diferencias habría
entre unos y otros a simple vista más que la de que aquellos que
portaban los estandartes oscuros buscaban la penumbra en el mundo,
guiados por unos ideales que no eran los correctos. Querían pudrir
el planeta, quemarlo hasta sus cenizas, porque habían perdido la
esperanza. Ivy
y Jared,
no lo habían hecho.
Entre
las filas de sus enemigos, no solo hombres batallaban, sino otros
seres de más deleznable naturaleza, como eran los trasgos, criaturas
hediondas del subsuelo, orcos e incluso enanos, que habían tomado
ambos bandos por igual sin distinción, tanto como los hombres habían
hecho.
- Tus
ojos no han podido ver más allá de ésta batalla, Ivy... -
Girando el rostro clavó la mirada en ella y se acercó más aún a
su montura. - ¿Aún tienes esperanzas?
- Nunca
las he perdido. - Concluyó ella mientras le sonreía y
acariciaba con cuidado las crines de su corcel blanco.
- Hemos
conseguido llegar hasta aquí juntos, me has alzado hasta ser lo que
soy ahora, y no pienso decepcionarte. - Ella alzó una mano y le
detuvo, poniendo un dedo sobre sus labios.
- Yo
no te he alzado, fuego de mi corazón... Tú has ardido solo, por
todos nosotros. - Señaló con su mano hacia aquel ejército a
su espalda y le miró decidida. - Y es hora de arder aún más
fuerte. ¿Qué te dice el corazón?
- Ganaremos
ésta batalla. Como las hemos ganado todas. - Con cariño tomó
la mano de Ivy
y entrecerró sus dedos alrededor de ésta. - Gané la
mayor de ellas cuando te encontré a ti... Y nada me va a arrebatar
eso, luz de mi vida.
Hasta
el último momento en que no pudieron prolongar aquello más, sus
dedos estuvieron entrelazados, sus manos siempre unidas. Cuando el
enemigo se acercó tanto que sus respiraciones agitadas se oían
sobre ellos, fue cuando al fin ambos se soltaron, para lanzarse a la
batalla.
Pronto
fueron ambos tirados de sus caballos, y en el suelo continuaron
luchando fieramente mientras flechas les rozaban las mejillas. Nada
parecía poder dañarlos, como si estuviesen creados a base de
diamante puro.
Lucharon
largo y tendido, sus hombres a su alrededor caían mientras los
gritos de dolor y congoja les rodeaban, pero cada vez que veían a
Jared
e
Ivy
luchar codo con codo, su corazón se imbuía con pura esperanza que
sus ojos destilaban, y volvían a la carga.
Y
el enemigo pareció acallarse de golpe cuando una sombra, mayor que
las demás, se alzó entre ellos. La batalla se detuvo al instante,
los hierros dejaron de chocar, y las miradas se clavaron todas en
aquel hombre de tamaño exagerado que caminaba entre la marea de
gente.
- ¡¡¡Fuego!!! -
Gritó con una voz tan grave que parecía venir desde lo más
profundo del planeta.
Una
armadura negra le cubría de pies a cabeza, e
Ivy
detuvo todos sus movimientos sintiendo
la sangre del enemigo secarse sobre su rostro, para poder mirar a su
nuevo contrincante.
- Umcoll,
Señor de la Noche... -
Susurró la elfa sujetando su espalda traslúcida con fuerza.
Jared
alzó la mirada y terminó de degollar a uno de sus enemigos para
después acudir a la llamada de Umcoll, jefe de los ejércitos
enemigos que les asediaban. Pudo verle, firme con su espada en alto,
y sin dudarlo un segundo se irguió y caminó hasta él.
Ivy
le saltó al paso y le colocó las manos en el pecho, intentando
empujarle hacia atrás. Pero Jared,
ni se movió del sitio, permaneció estático, mirándola.
- ¡No
lo hagas! - Gritó ella mientras los ojos se le abrían presa
del terror. - ¡Por favor, no lo hagas! Si me amas, no lo
hagas...
- Luz
de mis días, es porque te amo por lo que debo hacerlo... -
Sostuvo las manos de la elfa entre sus dedos y los estrechó con
fuerza. Ella negó con la cabeza. - Sé que lo entiendes, debo
derrotarle... Tengo que hacerlo...
Ella
negó con la cabeza una y otra vez mientras las lágrimas comenzaban
a acudir a su rostro de forma incontrolada. Sus ojos no habían visto
más allá de esa batalla, pero sí habían podido ver la sangre de
su amado teñirse de negro en sus sueños presa de la mano de Umcoll,
y no podía permitirlo. No pensaba soltarle.
- Amor
mío, debes dejarme ir... - Susurró intentando apartar sus
manos delicadamente de su pecho mientras Umcoll aún gritaba tras
ellos. - Sólo si es derrotado podremos vivir en paz, sólo si
le venzo... No te defraudaré mi vida...
Como
toda respuesta, entre lágrimas, Ivy
se abalanzó sobre él con el corazón en un puño y le besó con
toda la fuerza que su cuerpo le permitía, cerrando los ojos y
rodeando su cuello entre sus brazos. Su alma entera le pedía a
gritos que no le dejase ir, pero sabía que si eso era lo que él
deseaba, no podría impedírselo. Como también sabía que si le
perdía, moriría con él.
- Jamás
podrías defraudarme. - Dijo ella en tono serio nada más
terminar con aquel beso de dos, sintiendo los brazos de él cálidos
ahora en su espalda, que la sostenían con dulzura. - Fuego de
mi corazón, hagas lo que hagas y ocurra lo que ocurra, nunca te
abandonaré. Vuelve conmigo, mi amor, vuelve cuando tu espada
descanse en su pecho...
La
frente de Jared
descansó sobre la de su amada mientras sus dedos salvaban las
lágrimas que caían por sus mejillas de nácar y terminaban en sus
labios de rubí. No pudo resistirse a besarlos, una última vez,
hasta conseguir dejar el tacto de ella sobre su piel como una marca
que nunca se borrase, pues quería luchar con esa sensación en su
corazón. Le daría fuerzas.
- Mi
reina... - Susurró Jared
segundos después de liberar sus labios. - Ni la muerte podría
separarme de ti.
Ivy,
poco a poco, se apartó de él sintiendo cómo aquel dolor era mayor
que cualquiera en ese mundo, y le miró a los ojos de forma decidida
y seria, valiente, llena de rabia y fuerza.
- Arde,
fuego de mi corazón. - Dijo mientras sus dedos dejaban de
tocarle. Jared
quedó asombrado cuando vio cómo el sol se reflejaba sobre ella de
aquel modo tan sobrecogedor, que pareciese acabar de surgir entre las
nubes en el día más oscuro de la tierra. - Arde como sólo tú
sabes hacerlo.
Y
fue entonces cuando Jared
se giró, desenvainando una vez más la espada con los ojos cerrados,
girándose hacia su enemigo. Para cuando los abrió, se pudo ver
reflejado en ellos algo, una luz impresionante que haría sentirse
pequeño hasta el mayor de los hombres.
En
sus ojos estaba reflectada la luz que la hoja de su espada
desprendía, pues ahora, estaba envuelta en llamas.
“El
Fuego” había despertado, una vez más, gracias la magia y la
fuerza de dragón que llevaba en su interior. Y gracias al
amor.
Umcoll
le esperaba con su espada negra en alto, y no hizo falta intercambiar
palabra alguna, pues sus miradas lo decían todo, aún entre el sudor
en el rostro de Jared
y la armadura que lo cubría casi por completo de Umcoll.
La
espadas chocaron, una y otra vez. Los pies, bailaban en un son que a
Sekira hacía estremecer, encogiéndola y reduciéndola a la nada.
Cada movimiento, cada giro, le hacían temblar de terror, mientras
que a él le ayudaban a crecer en fuerza y en espíritu. En silencio,
ella le apoyaba en todo momento con la mirada y con el corazón, pero
a la vez temía por su vida de tal forma que cuando el mandoble de
Umcoll consiguió rasgarle la mejilla, se llevó las manos a la boca
y se lanzó a la carrera. Los brazos de uno de sus hombres la
detuvieron, y ella se mordió el labio inferior, esperando,
destrozada por dentro.
La
espada de fuego que Jared
blandía restallaba en el aire con cada movimiento. Los golpes con
los que había sido forjada relucían de un modo especial e increíble
entre sus dedos, y nadie negaría jamás que aquella visión era...
Impresionante.
Pasaron
varios minutos de lucha incesante en los que a ambos se les comenzó
a notar el cansancio, pero al fin restalló aquel sonido que denota
que la batalla ha acabado, cuando el metal en lugar de chocar contra
metal, lo hace contra la carne. Ese sonido erizó hasta el pelo de la
nuca de Ivy,
que miró atónita cómo la espada en llamas de su amado se hundía
en el pecho de su enemigo.
Fue
a sonreír, sintió un alivio tan grande que podría haber estallado
de felicidad, pero cuando Jared
se apartó y se giró hacia ella, buscándola entre todos los
presentes con la mirada conforme Umcoll caía a su espalda con la
espada clavada en el corazón... Se le vino el mundo encima.
De
los labios de Jared,
resbalaba un reguero de sangre que se perdía en el comienzo de su
armadura. Se sostenía el vientre con una mano, completamente
ensangrentada, y en menos de dos segundos cayó de rodillas frente a
sus hombres, que no supieron qué hacer.
Ivy,
si lo supo. Se lanzó contra él, liberándose de los brazos de su
opresor como si fuesen viento gracias a la fuerza que ejerció.
Sostuvo a su amado sobre ella, y le tumbó poco a poco sobre la
hierba para, de varios movimientos, arrebatarle la armadura y poder
verle el vientre. Una herida negra lo surcaba de lado a lado,
producto de la magia negra que Umcoll debía haberle otorgado, sin
que nadie se hubiese dado cuenta. ¿Acaso había luchado con esa
herida todo el tiempo...?
- Luz
de mis días... - Susurró él, sin fuerzas. - Te dije que
nada podría separarme de ti...
- Ahorra
fuerzas, fuego de mi corazón... - Las lágrimas resbalaban de
nuevo por el rostro de la elfa mientras sus manos navegaban por su
cuerpo, susurrando mentalmente palabras mágicas que debían salvarle
la vida, o por lo pronto, intentarlo. - Has vuelto a mi, y no
pienso abandonarte. Has salvado al mundo amor mío... Lo has
salvado... - Mirándole a los ojos, sonrió con fuerza.
Los
hombres a su alrededor volvieron a sus armas para expulsar al enemigo
de allí, e
Ivy
continuó concentrándose hasta conseguir que, poco a poco, la mancha
negra remitiese sobre el pecho de su amado, obligándola a llorar aún
más presa del alivio que aquello suponía. Pero
de poco servía, si de sus labios seguía manando sangre a aquella
velocidad.
- Te
he salvado a ti... Eso es lo que importa... - Dijo entre dientes
Jared,
sintiendo cómo sus dedos perdían
sus fuerzas.
- Y
yo pienso salvarte a ti. - Respondió ella completamente
decidida, cuando una mano se cerró alrededor de su mentón y le
obligó a girar el rostro. Jared,
ahora con una mano, le hacía mirarle.
- Ya...
Ya lo has hecho. - Sonrió, aún con la sangre secándose sobre
él, con toda la fuerza de su corazón. - Hace mucho tiempo que
lo has hecho...
Y
la magia de Ivy
se detuvo, pues ya no había mucho más que hacer con ella. La mancha
negra apenas
había remitido lo suficiente como
para que siguiese manando sangre de sus labios,
pero
era imposible hacerla retroceder más, pues parecía estar anclada a
su corazón.
El
mundo se le vino encima mientras Jared no dejaba de sonreír para
ella.
Con
sumo cuidado, ella se inclinó sobre su cuerpo, colocando sus manos a
los lados de su rostro, y le besó con toda la dulzura y el amor que
su alma podía ofrecerle al que era el amor de su vida inmortal, que
nadie jamás podría igualar. El acero había dejado de rechinar a su
alrededor, y en lugar de él gritos de júbilo lo inundaban todo
presa de la victoria que acababan de vivir, mientras que a ellos,
todo les daba igual.
Cuando
Ivy se apartó, los ojos de Jared ya no volvieron a abrirse y los
gritos de júbilo se apagaron a su alrededor como si un torrente de
agua los hubiese arrastrado lejos. Lo único que se escuchó entonces
en el campo de batalla, fue el suave lamento en forma de canción
élfica que la mujer entonaba conforme sus manos cruzaban los brazos
de Jared sobre su pecho, deseándole una mejor vida en el paraíso al
que esperaba hubiese partido. Sin dejar ni un segundo de
llorar.
Nadie
supo cómo, o por qué, tan pronto como la canción de la elfa
culminó, la vida de ésta se desvaneció, y cayó muerta al lado del
rey Jared aferrándole entre sus brazos.
Nunca más se
escucharía cantar a un elfo en aquel mundo.
Jamás un fuego
volvería a arder como aquel.
Pasarían
muchos años en los que aún, al hombre y a la elfa se los nombrase
en las epopeyas y las historias como “El Fuego y la Luz”, los
luchadores que consiguieron la paz en el mundo, dándolo todo por él.
Y tantos otros que ellos permanecerían el uno al lado del otro,
amándose tanto como aquel día que se encontrasen por primera vez en
mitad del bosque, convertidos
en estatuas de piedra que se miraban a los ojos en lo alto de un
torreón construido sobre el lugar donde reposaban sus cuerpos
mortales.
Y
serían miles las voces que aclamarían sus nombres en la noche,
pidiendo su consejo en las estrellas. Jamás serían dichos ruegos
escuchados, pues ambas almas estarían siempre demasiado ocupadas en
arroparse entre ellas.
En
amarse por siempre, rodeados de los lirios de las lágrimas de
felicidad que una mujer elfa derramó al encontrar al amor de vida,
tras mil noches en vela soñando con tenerle entre sus brazos, a los
pies de un manantial.