jueves, 14 de febrero de 2013

Donde las hadas se esconden.



Era un pequeño pueblo alejado de toda ciudad a las afueras de Salamanca, en un recóndito lugar entre las montañas, perdido de casi toda vida excepto la de un par de familias que nunca dudaban en darse amor entre ellas. La pequeña Diana, por el contrario, prefería dárselo a sus sueños.

Era tarde aquella noche, tan tarde que la luna era lo único que iluminaba las calles del pueblo y el pelo vivaz y descarado de la pequeña Diana, que castaño en sus días ahora parecía plateado por la luz nocturna. Corría por la calle mayor sin rumbo aparente hasta salir del pueblo. ¿Qué buscaba Diana? ¿Qué hacía tan tarde en la calle? Solo ella podía saberlo, pues aun siendo tan pequeña como era, su imaginación podía llevarla como un tren a cualquier parte.
Al fin se alejó de toda vida humana, y se internó en el bosque presta y veloz, sujetando un largo palo que encontró en el suelo a modo de espada mortal, continuó el camino que ya conocía hasta su destino, y no tardó tanto en llegar como por si misma se habría esperado.

- ¡El escondite de las hadas! - Gritó Diana con entusiasmo, aferrándose a una valla de metal que le cortaba el paso. Se elevó con todas sus fuerzas sobre ésta y la saltó, rasgándose sin querer el fino camisón que llevaba puesto a la hora a la que sus padres la acostaron.

Una vez pisó el verde césped, corrió hacia un círculo de árboles que la luna bañaba con una luz especial. Aque era el conocido escondite de las hadas, del que hablaba todo el mundo... En la mente de Diana.
Sin dudarlo ni un segundo, hinchó el pecho de valor y se internó de un único salto en el círculo de las hadas, cerrando los ojos con fuerza y deseando con todas sus ganas que éstas apareciesen.
Pasaron unos segundos, que a Diana le parecieron eones, y cada par de ellos abría ligeramente un ojo para ver si algo había cambiado... Pero nada.
De repente, un fuerte viento se levantó, y Diana abrió los ojos para aferrarse contra el árbol más cercano de aquel círculo mágico cuando vio... ¡Que una de sus ramas se movía de forma extraña! No era el viento ¡No podía serlo! La rama parecía señalar una dirección, y Diana miró hacia dicha asomando el rostro a un lado del tronco y pudo ver un gran claro verde y brillante que se mecía con el viento. No habría visto nada especial en éste de no ser porque un brillo especial la deslumbró proveniente de algún punto entre unos arbustos, colina abajo.


- ¡Gracias hadas! - Gritó Diana mientras corría y corría de nuevo. Pensó que, incluso si cerraba los ojos, parecía que el viento la estuviese llevando allí a suaves empujones, y extendió los brazos hacia los lados sintiéndose volar con gracia hasta llegar al brillo aquel, tan fascinante, tan increíble ¡Tan fascinible!

Al dar con los arbustos, el viento pareció cesar unos segundos para después soplar en una dirección totalmente contraria, dirección que casi milagrosamente hizo que el ramaje se echase a un lado para poder dejar ver una roca suave, labrada, de color gris como el pelaje de un lobo. Podía ser... ¡Una guarida de lobos!
Diana se asustó unos segundos al pensarlo, pero se dijo para sí misma: “Soy demasiado pequeña, a los lobos no les quitaría el hambre nunca. Sería como un aperitivo, como esos aperitivos que mamá me obliga a comer de verduras que no me gustan nada de nada. Además, no llevo azúcar, tengo que saber fatal.”
Y asintiendo con la cabeza, con firmeza y valor, dio la vuelta a la pared de piedra labrada, y encontró a un lado de ésta una puerta pequeña, tan pequeña como podía ser una Diana la mitad de grande que ella, pero con símbolos preciosos por todos lados que no se paró a mirar. ¡Aquello era tan increíble...!
Sin dudarlo, se agachó sobre si misma, y de rodillas entró dentro del lugar a oscuras.

Dentro de aquella pared con puerta... ¡No se estaba tan a oscuras! Al fin y al cabo solo era una pared, no tenía techo!

- ¡Ningún lobo viviría aquí, donde te puedes mojar con la lluvia! Es más como la casa de un castor, y a ellos no les gustan las niñas... Creo que comen madera. - Aferrando su palo a modo de espada, pensó que aquello sí sería digno de los castores, y lo enarboló por delante de su cuerpo, pensando que así morderían antes a la madera que a ella.

Ante ella, pudo ver un castillo de color plata que nunca antes había visto. ¿Cómo era posible si era tan gigantesco? Aquella pared no podía ocultarlo ¡No habría podido, pero a la vez si! Al fin y al cabo, ella no podía ver a través de la valla del jardín de su casa, y no era tan grande.
Con una sonrisa en el rostro, corrió hacia el castillo con rapidez y presteza ¡Con rapideza! Y una vez allí tocó el portón de plata con los nudillos y se hizo un par de pasos atrás para esperar una respuesta.

- ¿Quién es? - Dijo una voz cantarina, más bonita casi que la de su madre cuando cantaba canciones para dormir.
- ¡Soy Diana! - respondió la muchacha.
- ¿Qué Diana? ¡Porque ya tenemos muchas! - Dijo de nuevo aquella voz extraña.
Diana no entendía a qué se refería ¿Habría muchas chicas llamadas Diana o es que tenían muchas Dianas? Menudo lío más Diánico.
- ¡Soy Diana, la niña! - contestó, sin saber muy bien qué decir.
- ¡Oh...! Niñas creo que no tenemos ¡Pasa! - resonó la voz mientras las puertas plateadas se abrían ante la niña, dejándola ver la más maravillosa de las creaciones que hubiese podido imaginar jamás, con paredes de nácar y dulce nata montada.

Diana caminó dando pequeños saltos hasta adentrarse en la fortaleza, sintiendo cómo un polvo de mil colores se arremolinaba a su alrededor. Cuando al fin pudo fijar la vista, se dio cuenta de que esas pequeñas motas ¡Tenían alas!

- ¡Sois las hadas! - gritó con entusiasmo deteniendo su caminar - ¡Os he estado buscando! ¿Por qué os escondíais?
- No lo hacíamos, te guiábamos hasta lo que buscabas. - contestó una voz tan bajito, tan bajito, pero tan bajito, que Diana tuvo que casi dejar de respirar para poder escucharla.
- ¿Qué es lo que buscaba? - preguntó Diana, sin saber a qué se referían.
- ¡Síguenos! - dijeron varias vocecitas al unísono mientras salían volando, dejando tras de si una estela brillante y preciosa de mil colores.

Diana la siguió sin vacilar, se agarró el camisón con fuerza para no pisárselo, pero... el tacto del camisón era distinto. ¡Ya no era un camisón! ¡Era un vestido precioso! Casi parecía una princesa en su castillo. Aquello era tan increíble... ¡Pero no había tiempo que perder, las hadas se iban!
La niña el aferró el vestido conforme perseguía a sus pequeñas amigas, hasta adentrarse más y más en el castillo.

Pronto se encontró subiendo escaleras en una inmensa alfombra roja, y antes de darse cuenta pudo ver como, al final de éstas, había una inmensa sala alrgada con guirnaldas, decorados de dibujos impresionantes y esculturas inmensas de animales, con el techo abovedado y completamente acristalado, gracias al cual la sala estaba completamente bañada por la luz de la luna, sin que hiciesen falta luces.

Diana se quedó impactada al ver como un rayo de luna especialmente mágico caía del cielo, y se posaba encima de una figura que la esperaba al otro lado de la sala. Gracias a éste pudo ver las facciones de aquel ser: pelo castaño y largo hasta la cintura, ojos verdes esmeralda, la piel suave y blanca como el marfil, parecía ser algo mayor y más alta que ella, pero también ayudaba la corona que llevaba puesta sobre la cabeza.

La pequeña chiquilla, de repente... se echó a llorar.
Corriendo a lo largo de toda la sala y olvidándose de sujetar su vestido para evitar pisarlo, se lanzó con toda su pequeña fuerza y ganas contra la joven que la esperaba, que se puso en pie y extendió los brazos para recibirla con todo su amor y cariño.

- ¡¡¡Elena!!! - gritó casi desesperada la pequeña mientras se enjugaba las lágrimas en el pecho de la joven reina.
- Mi querida hermana Diana... Al fin has venido conmigo. - la voz de la joven reina sonaba como mil campanas celestiales que parecían vibrar todas al mismo tiempo y acorde. Con dulzura, retiró a la pequeña de su abrazo para arrodillarse frente a ella, besarle la frente y enjugarle las lágrimas con la manga de su vestido.
- Eres... ¿Eres real? - preguntó la niña.
- ¿Tú qué dirías? - preguntó amablemente Elena a su dulce hermana.
- Pero... pero... ¡Eres reina! - dijo la niña aún sollozando – Mamá y Papá dijeron que te habías ido muy lejos, pero... ¡Estabas aquí!
- Siempre he estado aquí, hermanita – respondió la hermana mayor con un grácil movimiento de su mano – Y te equivocas, no soy la reina, soy la princesa. Y tú también eres una princesa. ¡Papá y Mamá son el Rey y la Reina!

Ante el asombro de la pequeña Diana, Elena hizo un gesto de su brazo para pedirle a las hadas que trajesen una corona muy muy pequeña, justo del tamaño de la pequeña y dulce niña. Con cuidado, éstas danzarinas amigas depositaron el artilugio en lo alto de la cabeza de despeinados cabellos que Diana poseía, y se apartaron con dulzura.

- Ahora dime, Diana ¿Te quedarás conmigo en nuestro reino, para siempre? - preguntó Elena mientras guiaba a su hermana hasta su pequeño trono de cristal, situado a la derecha del de su hermana regente.
- ¿Y Papá y Mamá? - preguntó la pequeña.

Elena miró hacia el cielo y bajó de nuevo los ojos a su pequeña hermana, con una sonrisa ladeada. Aquella sonrisa habría poblado la mente de muchos, tal vez como siniestra y macabra, o tal vez como la más bellas de las sonrisas.

- Pronto vendrán con nosotros, no te preocupes.

Y así, Diana al fin encontró el reino que tanto había buscado, al que las hadas la guiaron. Y esperaría el día en que sus padres llegasen a su castillo y pudiesen abrazarla de nuevo, para estar todos juntos, por siempre jamás.

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