jueves, 13 de marzo de 2014

Águilas Z

IV. Derribados.

Eagles are not afraid of vultures... by Ufekkk007

Muchos meses después...

El silencio reinaba en la amplia habitación, y en su cabeza, hasta que escuchó acercarse unos pasos a lo lejos, por el pasillo.
Aya, sentada en aquellas escaleras de piedra frente al trono en el que algún día algún noble se sentó, elevó la cabeza mirando al frente, molesta. Los portones de madera se abrieron y un joven entró, alto, bastante fuerte, con el gesto amable pero preocupado y una barba bastante prominente.

– Hemos encontrado a otro en la carretera. - Dijo sin miramientos. 


Aya, se cruzó de piernas y permaneció pensativa. 

- Venía en moto, no tiene mucha carga, sólo algunas armas. Parecía estar solo. No ha querido decirnos más.

Ella seguía pensando. Pasados unos veinte segundos, volvió a elevar la mirada hasta el joven y asintió con la cabeza.

– Tráelo. Y llama a los demás. – El joven, como movido por un resorte, se giró sobre sus propios pies y salió despedido de la sala.


Aya aprovechó para caminar hasta el gran asiento de madera engarzado con joyas y las tocó con sus dedos, asombrada por su brillo, con el gesto serio. Siempre serio. Se pudo ver reflejada en ellas, altiva y con los ojos profundos y pesados, cansados pero con una violencia de la que ella no se sentía poseedora. Poco después entraron en la sala otros dos jóvenes, uno muy grande y otro más bien pequeño, pero que pecaba de pura sabiduría. Antonio y Enrique. Ella sabía elegir bien a los que tenían que cubrirle las espaldas.
Y escuchó los pasos
extraños, después, llegar. Dio la espalda a la puerta principal, mirando al gran tapiz que había siempre tras el trono, y esperó que los pasos hubiesen terminado de hacer eco, sabiendo que tenía al intruso tras ella. Desde el tapiz, un grupo de seis águilas volando contra un atardecer, tejidas con la mano más dulce que podía ser capaz de imaginar, le devolvían la mirada, imperiales. Siempre le daban fuerzas.

– Al parecer no quieres contarnos si eres un lobo solitario o si nos vas a echar a tu manada encima de un momento a otro.


Con un gesto, Aya recogió una de las espadas que tenía apoyadas sobre el tapiz y la guardó en su funda, colgada de su cintura. Tal vez tuviese que usarla unos segundos más tarde, aunque no le hacía gracia la idea.
 
– No tengo nada que decirle a una escoria como vosotros. –
Pum

Restalló en la sala el puñetazo al extraño como un cañonazo ahogado en el mar. Aya unió las cejas.

No le gusta
ba aquello, tener que hacer aquellas cosas con los que aún eran humanos, pero la experiencia le había enseñado que o matabas, o morías. No era el mejor mundo en el que vivir, pero era el único, y ella lo sabía.

– Verás,
tenemos un problema. No podemos dejarte ir si no sabemos si vienes con gente detrás o no. No serías el primero aparecer a reconocer el lugar y lanzarnos a los perros encima. ¿Entiendes?
Me importa una mierda lo que penséis, yo no le debo nada a nadie, menos aún a vosot... – Plas” – ...Yo me cuido solito.

Un golpe más seguido de un gemido hizo que
Aya tuviese que morderse el labio. Se giró al fin sobre sí misma para ver al joven tirado en el suelo, boca abajo, sobre sus rodillas y manos. Parecía escupir sangre.

Mirándole, pero sin poder verle la cara, bajó los escalones de piedra uno a uno. Sus pasos resonaban en la sala mientras los demás la miraban con atención, alerta. Todos parecían estar tensos, su simple presencia en actos como aquel les ponía los pelos de punta. Era pura amabilidad, pero cuando
se trataba de temas difíciles... Por algo ella era la que tenía el mando.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, desenfundó su espada, y despacio la colocó en su brazo.
Subió por su hombro y se depositó en su cuello, así obligándole a bajar la cabeza para que no la mirase. No quería verle los ojos.

– Voy a hacerte unas preguntas muy sencillas, y luego podrás marcharte. – “
Mentira”. – Así de fácil ¿De acuerdo? – No contestó, permaneció inmóvil. – ¿Cómo has conseguido sobrevivir sólo?
– … No siempre lo estuve.

Eso era lo que ella quería oír. Ahora sólo tenía que descubrir con quiénes estaba o había estado, y de dónde habían salido para evitar más problemas. Una lucecita se había encendido al fin sobre su cabeza.

¿Cuántos erais? ¿Y dónde están?
– Éramos una resistencia, y luego quedamos sólo dos. Y ¿Dónde? –
Rió de forma irónica, triste – Ojalá lo supiese...
– ¿No lo sabes? –
Su compañero, el alto, hizo un gesto de mofa. Eso lo había oído antes. – Creo que no voy a tragarme eso.
– Nos separamos. No tuvimos elección. Y no pudimos encontrarnos. -
Aya cerró los ojos unos segundos, exasperada. - No pude encontrarla...

“¿Encontrarla...?”
Aya iba a preguntar algo al respecto, intrigada, cuando algo tras ella atravesó la ventana con un estallido de cristales. Alarmada, lo miró. Era una bomba casera, y sin pensárselo se lanzó hacia delante tapándose los oídos, justo antes de que la mitad de la sala volase por los aires. Hizo un par de señales a los de su alrededor, notando el molesto pitido de la explosión embotarlo todo, dando órdenes a los suyos, y se encontró a Antonio apresando al prisionero contra la pared. Le aferraba del cuello, gritándole mil barbaridades distintas.

– ¡¿Son los tuyos?! ¡Maldito hijo de...! –
Aya se lanzó contra él y le apartó el brazo.
– ¡No le habrían intentado hacer volar por los aires si fuesen de los suyos! Déjale y busca un arma. – Supo que iba a replicar. - ¡YA!


Aya preparó sus armas. Encima sólo llevaba una pistola y la espada, pero de momento le bastaban. Dio un par de órdenes a gente que pasaba por debajo de la balaustrada y alguien le lanzó una pistola que cogió al vuelo. Se dispuso a girarse para dársela a Enrique, y empezar el contrataque, cuando notó el frío acero de un cuchillo pegarse a su cuello. No tuvo otra que permanecer totalmente quieta.

– Soy estúpida... - Susurró.

Aya cerró los ojos con una sonrisa, sarcástica. El prisionero estaba con ellos, claro que lo estaba, pero lo de casi matarle a él o se trataba de una nueva técnica algo suicida o denotaba que en ese grupo a nadie le importaba nada una mierda.  Sea como fuere, el engaño había funcionado.

Sólo demasiado ingenua...

El cuchillo se pegó más aún contra su piel y pudo sentir la sangre comenzar a bajar por su cuello. Antonio apareció de la nada, y el prisionero pasó a poner el cuchillo en su espalda, casi clavándolo, para instar a que actuase con normalidad. Aya lo hizo.

¡Aya, los tenemos en ambos flancos!- Gritó, agitado. - ¡Te esperamos en el lado oeste, allí parecen agolparse los experimentados!
-
Ahora mismo voy. - Su gesto serio consiguió hacer que el chico se marchase.

Acto seguido, el cuchillo dejó de hacer presión en su espalda.
En su lugar una mano le aferró por el brazo, y le obligó a girarse. Al hacerlo, se encontró de frente con unos ojos cálidos, asustados, llenos de dolor y sobretodo tan conocidos...

– ¿...
Aya? – Con el gesto desencajado, él dejó caer su arma al suelo.
¿... Unai? Aya relajó su dedo del gatillo de la pistola con la que pensaba contraatacar, no hacía ni dos segundos.

Todo a su alrededor comenzaba a ser destrucción. Se escuchaban tiros por doquier, gritos, el humo comenzaba a llenar las callejuelas de aquella fortaleza que habían reformado a modo de refugio, pero ante todo ellos permanecían de pie, sin creer lo que estaban viviendo. 
Unai posó la mano en la mejilla de Aya mientras ésta dejaba escapar una exhalación, que culminó en una sonrisa. Casi le dolió. Hacía demasiado tiempo que no sonreía. Quería abrazarle, decirle tantas cosas... Pero la suerte tampoco iba a estar de su lado en aquel momento. La puerta de metal a la izquierda de ambos cedió, y por ella comenzaron a entrar montones de aquellas criaturas, que al parecer sus enemigos habían dejado entrar para hacer el trabajo sucio.

Ambos sacaron sus armas y comenzaron a luchar.
Aya pronto se quedó sin balas y tuvo que pasar a hacer uso de su espada mientras que Unai buscaba mil y una forma de esquivar los ataques que le propinaban para devolverlos con todo lo que tuviese a mano.

En su vida habían luchado ninguno de los dos de aquella forma, pero la adrenalina por protegerse mutuamente era tan fuerte que ni un tanque habría podido con ellos, y l
as criaturas, aquellos seres casi reptantes sedientos de sangre humana, pero lentos y torpes, fueron diezmados.
Sin embargo, aquellos que les habían asediado seguían vivos y de una pieza.
Antes de poder siquiera decir una palabra, Aya se llevó un golpe en la nuca que la hizo caer desmayada en los brazos de un extraño, repleto de jirones de ropa y malos tatuajes caseros, pero que tenía la mayor sonrisa de triunfo pintada en la cara existente en la faz de la tierra.


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