miércoles, 11 de mayo de 2011

Siete Sentidos en un Espíritu.


Un verde pasto, un yermo paraje, las nubes blancas y robles creando un círculo semiperfecto alrededor de una mata de oscuros arbustos. El día comienza, apenas ha amanecido hace media hora. Los pájaros cantan, el río fluye sin descanso, y los insectos comienzan a reclamar pronto sus enseres. Las hojas del seto entonces, comienzan a temblar, vergonzosas. A los pocos minutos, algo emerge de ellas, de color grisáceo plomo unido a un brillantísimo azabache. Mienten los ojos si alegan que el blanco no pertenece a ese cuadro, pues en la parte baja del aparecido, hace acto de presencia.
Un lobo. Un lobezno, pequeño, apenas llegará a los ocho kilogramos, y ya comienza a caminar sobre sus cuatro patas, hinchando el pecho al cantar de la mañana.
Su hocico se alza, oteando la espesura, y sus ojos se clavan en el infinito cielo, casi retando los dioses. Tras él, de nuevo las hojas se mecen, y unos ojos más sabios, viejos y aparentemente cansados, le vigilan. La madre del pequeño, que con cariño y cuidado, se acerca hacia su cría y le lame el lomo de abajo arriba, no para asearle, sino para incitarle a continuar el rumbo en su nuevo día. Aun si con el alma, le avise un claro “No te alejes demasiado”, que el pequeño es capaz de comprender.
Es así, en aquel momento, como si el pequeño animal hubiese recibido el mensaje antes de ser enunciado, encaminándose a la inmensidad del bosque, saltando cuan rápido puede pero sin alejarse nunca de su hogar.
Sus orejas rozan contra el viento pegándose a su nuca cuan más rápido corre, y la sensación de su pelaje ondeante le hace sentirse como uno de aquellos pájaros, que tanto ansía cazar... Aun si no del modo que otro lobezno cualquiera, haría. No quería las aves para comerlas, únicamente. El pequeño, quería aprender. Todo lo que en su madre veía, era imitado con extrema pulcritud. Hasta la exacta forma de lavar sus pezuñas tras andar por el barro, el pequeño había logrado, y sin embargo... No le parecía suficiente. Aquella pequeña criatura, ávida de diversión y logros por conocer, deseaba aprender: A volar.

Corría entonces el animal tras los gorriones que en las ramas bajas se ubicaban, y saltaba para asustarles y así obligarles a volar, observando con detalle cada pequeño movimiento que en su cuerpo se producía. Parecía sencillo al verles, pero él no era capaz de llevarlo a cabo.
Un ruido extraño, entonces, le asestó de pleno. ¿Qué era aquello? ¿Un piar distinto a los corrientes? El lobezno, sin pensarlo, comenzó a caminar sigiloso como una pantera, hasta el foco del sonido. Un nido, resultó ser, plagado de pequeñas crías de uno de esos maravillosos seres alados. ¡Eran bebés! ¡Eran como él! La luz se encendió en los ojos del pequeño, que se mantuvo en sus trece para evitar saltar de pura euforia. Decidió entonces, hacer la prueba. Tan veloz como pudo, saltó de entre la maleza, y ladró con fuerza a las aves para intentar asustarlas cuanto fuese capaz. Pero ellas... no parecieron percatarse. ¿Qué les sucedía? Las miró con atención. Las crías se apartaban juntas a un lado de su hogar, evitando la dirección del pequeño pero... No echaban a volar. Acaso... ¿No podían? ¿No sabían? El lobezno de nuevo, sintió un alivio tan grande que ni un baño en el agua del río podría haber igualado. ¡Las crías no podían volar! ¡Por eso él no podía! Sin poder, ni querer evitarlo, comenzó a dar saltos alrededor del roble en que el nido se encontraba dejando la lengua entre sus dientes salir a rozar el impío aire de la mañana. Se detendría en seco a los minutos, pensando. ¡No debía perder tiempo! Tenía que aprender, y qué mejor manera que con el correcto maestro.
Decidió así, el joven lobezno, esconderse de nuevo entre la maleza esperando a que el padre gorrión regresase a su hogar, y enseñase a sus pequeños volar, momento en el que él podría, al fin, aprender con ellos.

Así pasaron los días, en los que el pequeño animal caminaba a hurtadillas hasta el gran roble en medio de la espesura, y se escondía tras un arbusto cercano espiando durante horas a los pájaros que allí habitaban. Y pronto, llegó el día.
Uno de aquellos pájaros, de esos bebés, fue empujado poco a poco por su padre hasta el borde de su hogar, y con algunas dudas visibles al fin fue capaz de dejarse caer... Y echó a volar, hasta la siguiente rama del árbol cercana, acunado por los piares de sus hermanos y de su padre, que felices al fin podían verle convertirse en lo que la naturaleza había designado. ¡Era el momento!
El lobezno no cabía en sí de gozo, y sin importarle ahora el revelar su posición o no echó a correr hasta su propia casa, para poder hacerle saber a su madre lo que al fin, había descubierto.
Descontenta, la casi anciana mujer le mordió del pescuezo sin dañarle para evitar que se marchase a ninguna parte, ahora conocedora de lo que aquellos días había estado llevando a cabo. Con sinceridad pura le hizo saber al pequeño, con esos pocos gestos, que sus ideas no eran más que pura locura, y que aquello jamás podría realizarse. Pero él... ¡No estaba contento! ¡Había nacido para aquello! Revolviéndose entre las garras de su madre consiguió zafarse de ésta, y echó a correr hacia el río colina abajo, sin pensárselo ni dos segundos.
La madre, asustada, decidió perseguir a su pequeño, para al haber dado apenas ocho pasos fuera de su hogar, detenerse en seco gracias a su pata trasera, ausente. El cansancio podía con ella, y se dejó caer cuan larga era mirando el lugar donde su pequeño había desaparecido, con los ojos cristalinos al sentirse un ser completamente inútil.

El lobezno corría frustrado, enfadado y molesto, pero a la vez tan emocionado que no podía creerlo él mismo. La hierba rozaba sus patas, el viento mecía su pelaje, y sus ojos entrecerrados denotaban pura emoción contenida. ¡Era su momento! ¡Él podía volar! ¡Él podía volar!
Al fin dio con el río, y continuó su carrera colina arriba buscando un gran saliente que previamente conocía: La Cascada. ¡Era su momento, y ese debía ser el lugar para llevarlo a cabo!
Horas continuó su carrera, hasta al fin, dar con el lugar idóneo para su Liberación.

Se preparó el lobezno deteniéndose a cuarenta pasos del saliente, sabiendo que la caída contra el agua podría ser fuerte, al llegar al terror de los sesenta metros de altura, y replegó su cuerpo contra sí mismo en un intento por calmar su entusiasmo. ¡Iba a volar! ¡Al fin llegaba el día! Un par de inspiraciones, los ojos cerrados apenas un minuto y el corazón palpitando con tal fuerza que pareciese el aleteo de un colibrí. ¡Aquel era su momento, aquel era el día!
Sin pensarlo ni un minuto más, expiró todo el aire en su interior y clavó los ojos en la inmensidad del cielo, como aquella mañana decisiva haría. Sus músculos, tensados, darían preludio a aquello que solo él conocía, y entonces... Correría.

Y, por último, volaría.


Gracias, Math, por el maravilloso título.

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